"La señora le sirvió un platito
con galletas de chuño y se fue al dormitorio. Antonio se quedó mirando la
ventana empañada. Los arrayanes y las murtillas ya no eran más murtillas y
arrayanes; eran manchas, borradores, trazos de una pintura en acuarela. El
calor de la estufa cayó sobre sus hombros. Pronto encogió sus rodillas y se
quedó dormido.
Cuando la señora volvió el
visitante roncaba. Ni don Floridor Barría, último hombre que había morado en su
casucha, había sido tan engreído como aquel sapo. En la televisión había visto
que los capitalinos eran personas con desplante, sin embargo el joven parecía cargar
una mochila repleta de malos modales. Tímida, incapaz de pedirle que se fuera, habló
con Emilita, su nieta pequeña, y juntas idearon un plan..."