jueves, 27 de noviembre de 2014

La imposibilidad

¡Que alguien calle a la guagua por favor! ¿A nadie le importa que llore todas las noches? ¿Soy la única vecina de este edificio que se atreve a decir lo que nadie? –gritó una mujer desde una ventana.

A muchos de los que estábamos despiertos nos pareció que aquella demanda estaba lejos de ser justa. Era cosa de acercarse a las cortinas y corroborar la molestia en las respuestas que se sucedieron instantáneas: “¡Vieja Culiá amargada!”. “¡Maricona!”. “¡No fuiste niña tú también, vieja concha de tu madre!”.

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En los últimos instantes de vigilia, antes de perder la conciencia, pensé en una idea que sería importante para lo que soñaría después: la idea de “falta” como “locura”. Nadie que se precie de una buena salud es capaz de gritar, a las dos y media de la mañana, desde una ventana cualquiera de un edificio, que el llanto de una guagua no es sinónimo de vida, sino todo lo contrario.
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“Una mujer en la calle fuma, no sabe fumar, viste ropas que no sabe vestir, viene un hombre, le pide que vuelva a casa, que no le importa que sean sólo dos, él y ella, que no hace falta llenar el espacio con alguien más, que para eso están los amigos, el perro, los libros, las plantas. Que un día, ya viejos, revisaran su vida, y que en ella no habrán visto baches, porque las buenas historias la soportan una línea de buenos recuerdos, no la gente que falta, ni las personitas que pudieron existir pero que jamás existieron”.
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Abro la ventana y el día se divisa gris. Gris como el vestido largo de la mujer que acabo de soñar. Gris como las cortinas de aquel departamento que distingo dos calles más allá. Gris como el smog que se estanca, como las nubes cuando hay mal tiempo. Gris como la melancolía. Gris como la desesperanza de saber que, por naturaleza, algo que uno quiere mucho nunca podrá ser.

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