martes, 28 de octubre de 2014

Don Ernesto: ¿Profesor?

Pareciera una obviedad decir que la eficacia de un método de enseñanza no radica solo en el manejo que tenga alguien de una materia en particular, sino también en cómo la materia ha de ser de entregada. Obviedad que, suponemos, conocen de cerca todos aquellos que han ejercido alguna vez el oficio de profesor. Sin embargo, en nuestra historia estudiantil (con las revoluciones de los últimos años, hablar de estudios es hablar de una historia paralela, robusta, capaz de caminar por sí sola), no escasean docentes que han saltado esta definición (todavía cuando es bastante precaria), logrando que su recuerdo permanezca en nosotros por motivos por los que ningún otro miembro del gremio quiere ser recordado: enseñar mal o muy mal (y/o enseñar nada). Como este ejercicio quiere escapar a tal ineptitud pedagógica, quiero hablar de don Ernesto, profesor de filosofía en mis años de liceo, de una manera en la que a él jamás se le hubiera ocurrido: imaginando una historia que parte con dos ratones en una cueva. Sí, dos ratones. Uno pequeño e ignorante, al que podríamos llamar “Manuel”, y otro gordo y sabio, al que podríamos denominar “profesor”. El asunto que los convoca es de supervivencia. Manuel no ha comido en días y la única respuesta a su problema se haya aprisionado en una trampa. Es decir, un queso señuelo que espera un movimiento falso para matarlo. profesor propone al chicuelo enseñarle cómo comerse el manjar. Para esto se disfraza de gato. Y le dice: “miau miau, miau –alzando la pata sobre su oreja- miau”. Pese a hacer el esfuerzo, Manuel no entiende el mensaje. profesor lo mira con desprecio. Se saca el disfraz y le dice: “pon atención, tonto”. El ratoncito, que ya no puede más de hambre, se sienta y lo vuelve a escuchar. “Miau miau, miau –alzando la otra pata sobre su oreja- miau”. El gordo le pregunta: “¿has entendido?” Y Manuel, con las costillas pegadas a la espalda, cae de costado, sin entender una sola palabra. Porque así era don Ernesto. Aunque haya tenido poco que ver con el queso, los ratones y los gatos, así era.

viernes, 24 de octubre de 2014

La concha de tu hermana

Por el citófono.

-¡La concha de tu hermana! ¡dejame terminar el encargo de bikestreet y sigo con vos! ¡¿Me entendés?!… Emm, ¿aló?

-Pita querida… Soy yo, Tito... dejate de repartir conchas que no son tuyas y abrime la puerta.

Entré.

Apoyando sus dos manos sobre un mesón llenó de materiales, la Pita enrollaba una tela con un estampado de bicicletas. Su cabeza ladeada, apoyaba el celular sobre su hombro estrecho.

-¿Qué hacés tan temprano? -me dijo bajito tapando el celular con una mano.

-Necesito una concha donde guardarme.

La Pita, como siempre, estaba hecha un nudo porque los pedidos le entraban sin descanso. Cortó la llamada y me llevó hasta la cocina.

-¿Qué pasó Tito?

-Pasa que rebasó el canasto. Me fui de la casa, dejé a Carla y a Susy… necesito un lugar donde quedarme.

-¡¿Vos sos pelotudo?! ¿Te crees que sos un nene? no podés dejar a la pequeña Susy pagando por tus...

-Carlitos no me lo dijo, pero tampoco me lo reprochó… -interrumpí.

-Es que a ese boludo la mujer le mermó hasta las ganas de juzgar 
-dijo severa.

Sirvió café. Se acomodó el paño que llevaba en el cuello y, mirando hacia la ventana, replicó:

-No te preocupes boludo. Si querés una concha, aquí tenés.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Preguntas en la lechuga y el aceite

Me senté al centro. Apenas divise una oportunidad en el rincón, me escapé. Un pelado fornido de andar delicado me trajo la carta. Ausculté entré los precios lo más barato que había. Miré mi celular y, como aun quedaba una hora y veinticinco minutos, decidí que debía pedir algo digno del tiempo que permanecería sentado.

-Un cortado y un sándwich de queso fundido con jamón, por favor –dije al garzón.

Mientras esperaba el pedido, observé el local. Las paredes estaban cubiertas de hojas de revistas y noticias de diarios antiguos. No sé si fue idea mía o me pareció que todas las noticias reivindicaban a la mujer.

“Bonito efecto el de las hojitas pegadas en la pared”, pensé sin querer.

Llegó mi café y mi sándwich. Estuve a punto de decirle al pelado que el pedido era equivocado. Pero no. Miré con detención. Sobre un plato que tenía la forma de nave extraterrestre, adornados sus bordes con merken y su fondo con un aceite de oliva mezclado con orégano y una lechuga, estaba el sándwich de queso fundido con jamón. Partido en dos.

Me tomé el cortado en dos sorbos. Inmediato, con una especie de culpa por tener que desarmar aquella obra de arte culinaria, comencé a comer el sándwich. Mil veces había comido pan con queso y chancho. Pero nunca un pariente tan estiloso como el que me estaba comiendo en ese momento. Pasaba el cuchillo con delicadeza, untando cada trocito de fundido con el aceite y el merken. Y agregaba un pedacito de lechuga. Eso sí, procurando que no se note el recorte.

En un principio me dio remordimiento pagar mil ochocientos pesos por una hallulla con jamón y queso. Pero luego, cuando el sabor fresco invadió mi paladar y el lugar y la atención cobraron una suerte de sentido que lo elevaba, sentí que su valor podría haber sido mucho más.

Pensé, de pronto, que si a las cosas simples le agregaba un toque sofisticado, como al sándwich, podría hacer grandes obras. O quizás, me rebatí en el mismo instante, los toques ocultaban falencias de base. No sé. El asunto del arte y la escritura se me coló entre el aceite y la lechuga... ¿qué plataforma será más adecuada para publicar textos? ¿Alguien lee en estos días? Se ha hecho y se sigue haciendo mucho por el color... y las letras, la grafía ¿qué pasa con ellas? ¿Qué tipo de plato y especias se debe adherir a las palabras para que la gente las tome en cuenta?